En la última década, la Unión Europea (UE) ha emergido como un referente en la regulación de servicios en línea y tecnologías emergentes. Durante los últimos dos mandatos, la Comisión Europea ha adoptado un enfoque proactivo, estableciendo variadas regulaciones que ponen especial énfasis en las grandes corporaciones tecnológicas. Este movimiento ha captado la atención a nivel global y ha suscitado debates en torno a la Ley de Mercados Digitales (DMA) y la Ley de Servicios Digitales (DSA), cuyas repercusiones van más allá de las fronteras europeas.
La DSA se centra en la gobernanza del contenido en línea, con el objetivo de aumentar la transparencia en la moderación y de responsabilizar a las plataformas respecto a la difusión de información ilegal. Para las denominadas «plataformas en línea muy grandes» (VLOPs), la DSA plantea un desafío considerable al exigirles que aborden los «riesgos sistémicos» que surgen no solo a partir de sus propias reglas y diseños, sino también del comportamiento de la audiencia al utilizar sus servicios. Este equilibrio entre la gestión del contenido perjudicial y la protección de derechos fundamentales, como la libertad de expresión, se convierte en un reto notable, dejando abierta la pregunta sobre el rol de los reguladores y la sociedad civil en este proceso.
Por otro lado, la DMA se dirige a aspectos macroeconómicos, estableciendo metas claras en cuanto a las obligaciones y restricciones que enfrentarán las plataformas más dominantes del mercado. Su propósito es asegurar la «competitividad» en el entorno digital, permitiendo que nuevos actores puedan desafiar el dominio de los gigantes tecnológicos y propiciando un campo justo para la actividad empresarial.
A medida que el año 2024 se acerca a su final, surgen dudas sobre la efectividad de la implementación de estas regulaciones y los beneficios reales que podrán ofrecer a los usuarios. Mientras que la DMA puede ser considerada beneficiosa para los tecnólogos, es vista como un verdadero desafío para las grandes corporaciones. Este marco regulatorio ha generado tensiones notables entre los gigantes de la tecnología estadounidense y los legisladores europeos. Un ejemplo claro es Meta, propietario de Facebook, que ha enfrentado críticas debido a su manejo de los datos personales en relación con la Ley General de Protección de Datos (GDPR). La empresa ha intentado evadir su responsabilidad argumentando que su modelo de negocio depende de la recopilación de información.
Además, la DMA ha reforzado la GDPR al enfatizar que la privacidad debe ser protegida y que las empresas requieren el consentimiento explícito de los usuarios para utilizar sus datos. Como respuesta, Meta ha planteado la creación de una suscripción adicional para aquellos que no desean estar sujetos a prácticas de vigilancia, generando incertidumbre sobre la legalidad de tales propuestas.
Empresas como Apple también han demostrado una tendencia a desafiar estas regulaciones, creando condiciones para cumplir con la DMA mientras se benefician de excepciones que les permiten evitar ciertas obligaciones. Un claro ejemplo de esto es que su sistema de mensajería iMessage fue eximido de los requisitos de interoperabilidad, lo que ha suscitado dudas sobre el genuino compromiso de la compañía hacia una competencia equitativa.
El crecimiento del poder de las plataformas digitales ha suscitado preocupaciones sobre la gestión del contenido dañino sin comprometer la libertad de expresión. La Electronic Frontier Foundation (EFF) ha abogado por principios fundamentales como la transparencia y la apertura en la regulación. Si bien la DSA ha tratado de adoptar un enfoque centrado en los procesos de las plataformas, las exigencias sobre la gestión de contenido ilegal y los riesgos asociados podrían dar pie a una censura excesiva.
El 2024 ha evidenciado la ambigüedad que rodea la DSA, destacando el riesgo de que esta se convierta en una herramienta para determinar qué discursos políticos son considerados aceptables en línea. Las preocupaciones relacionadas con la desinformación electoral han llevado a la EFF y otras organizaciones a recomendar que las futuras directrices prioricen las mejores prácticas en lugar de regular el discurso político.
En conclusión, mientras la UE continúa su avance en la regulación del ámbito digital, los retos para implementar estas normativas de manera justa y efectiva permanecen como una lucha constante.