En la década de 1970, el Bajo Aguán se estableció como el centro neurálgico de la Reforma Agraria hondureña. Este proceso implicó el desplazamiento forzado de cientos de familias desde el sur y occidente del país hacia tierras fértiles, con la promesa de una vida digna. Bardia Jebeli, Representante Adjunto de ONU Derechos Humanos en Honduras, enfatiza que “El Bajo Aguán se convirtió en ‘la capital de la reforma agraria’”.
Sin embargo, la vasta extensión de esta región, junto con su alto potencial productivo, ha despertado el interés de diferentes actores, generando un contexto de impunidad y falta de presencia estatal. Esto ha permitido que se perpetúen delitos como el despojo de tierras y asesinatos. A partir de los cambios legislativos en los años 90, la compra masiva de tierras originalmente destinadas a la reforma agraria por empresarios agroindustriales se facilitó mediante el Decreto 31-92, creando un mercado de tierras caracterizado por la violencia y la corrupción.
Quienes han decidido resistir esta dinámica enfrentan graves consecuencias. Un caso emblemático ocurrió el 15 de noviembre de 2010, cuando cinco campesinos fueron asesinados en El Tumbador mientras intentaban recuperar tierras. Celedonio Ramírez, sobreviviente de la agresión, relata que “me dispararon en la boca y en la pierna”, pero a lo que realmente se aferra es la convicción de que su lucha no es una invasión de tierras, sino una recuperación de lo que les pertenece.
La pobreza en la región es alarmante, con un 80% de las personas que sufren hambre en Honduras viviendo en áreas rurales. Muchos son pequeños agricultores y trabajadores agrícolas de subsistencia. Estas comunidades no solo enfrentan el despojo de sus tierras, sino también una discriminación sistemática y múltiples obstáculos en su acceso a derechos básicos como la alimentación y el agua, mientras fenómenos como el cambio climático amenazan sus medios de vida.
En medio de esta lucha, tanto campesinos como trabajadores rurales han adoptado un discurso de resistencia. María Alemán, vocera de la cooperativa Brisas del Aguán, denuncia que “tenemos un compañero secuestrado. Camiones decomisados con nuestros productos. Muchos se han ido por amenazas de muerte”. La criminalización de la lucha campesina va acompañada de la estigmatización de sus movimientos como actos delictivos.
Por otro lado, el papel de la ONU Derechos Humanos ha sido crucial en este contexto. Su presencia permite a las comunidades vislumbrar una salida, encontrando en la organización y la lucha colectiva la única vía para sobrevivir. “El rol de la oficina del Alto Comisionado ha sido una mano amiga”, afirma Alemán. Desde 2022, esta oficina ha estado en la lucha contra violaciones a derechos humanos, ofreciendo apoyo en denuncias y facilitando diálogos entre el gobierno y organizaciones campesinas. La firma del acuerdo del 22 de febrero de 2022, que estableció la creación de una Comisión Tripartita para investigar violaciones de derechos humanos, refleja el impacto positivo de este acompañamiento, aunque su implementación aún es incierta.
A pesar de la complejidad de la situación, la determinación de las comunidades es inquebrantable: “La tierra no se vende, no es un negocio”, asegura Alemán. Este lema resuena con la profunda conexión que sienten con la tierra y su lucha por un futuro digno, mientras la necesidad de un marco legal que respalde sus derechos se vuelve cada vez más urgente.